9 de marzo de 2015

Pulhapanzak

Hacia Pulhapanzak 
 
   Nuestro viaje comienza justo en el corazón del nuevo continente, a mitad camino entre el norte y el sur, en esta tierra fértil y generosa, con su vegetación espectacular, sus aromas indefinibles, sus olores intensos, su gente entregada. Cerca del trópico el día empieza pronto, los ritmos son los que marca la naturaleza. Aquí, los pajaros, al compás del amanecer, casi obligan a acompañar la procesión del despertar biológico: la luz llega poco a poco, junto con su canto, transportado por el aire húmedo e templado de estas latitudes.

   Así, siguiendo el surgir unánime de nuestro entorno, nosotros también nos levantamos temprano. A las seis ya estamos despiertos, dispuestos a emprender una nueva aventura hacia el  encanto de lo desconocido.


En las afueras de Tegucigalpa
 
  
   El barullo de la calle, con su bullicioso tráfico de gente, nos acompaña hasta la salida de la ciudad, donde la carretera, al pasar por los últimos barrios periféricos, se va haciendo más estrecha. Después, sólo hay floresta y más floresta, curva tras curva, hasta llegar al primer pequeño pueblo escondido detrás de los cerros, entre las exuberantes palmeras y los perfumados frutales.

   Tenemos que ir despacio, queremos ir despacio, disfrutando de los panoramas, los colores, los curiosos encuentros hechos por el camino. Siempre hay alguien que vende comida: fruta tropical en abundancia, vegetales enormes recién cortados que desprenden fragancias resuscitadoras, huevos y gallinas, arroz y frijoles. Nunca falta el atol, la rica bebida de los dioses hecha con maiz que los locales aseguran ser una poderosa fuente de energías vitales.
   Nos paramos algunos minutos para degustarla y dar un paseo curioseando entre los coloridos puestos. Nuestro destino ya tiene que estar cerca; preguntamos a una simpática viandante de facciones maya: detrás del último cerro el cartel es claro, Cascada de Pulhapanzak, gire a la derecha.
   Giramos. Ahora la vegetación se hace más densa; el sol casi desaparece en la cima de los árboles; la humedad va aumentando quanto más nos acercamos al chorro.
 
   Hay que aparcar en la zona indicada. Continuamos a pie, guiados por la intuición del agua. Paso tras paso, deslizando sobre un suelo de lodo empapado, ayudándonos con las guias de madera en los lados de la senda empinada, conseguimos alcanzar nuestra meta: ahí está, imponente, fascinante, salvaje, impetuosa, la cascada.


Cascada Pulhapanzak
 
   Es un espectáculo magnífico, de los que sólo la generosidad de una naturaleza virgen, pura, grandiosa en su semplicidad, puede ofrecer.
Bajamos por la ladera, para llegar a la zona inferior. El murmullo del agua acaricia nuestros oídos, mientras las refrescantes gotas de vapor reconfortan nuestra piel acalorada.
Y, paso tras paso,  nos unimos a los que nos han precedido en el camino, debajo de la cascada, en un punto más tranquilo, donde las rocas forman templadas piscinas naturales.
   Apuramos las horas, los minutos, los segundos, inmersos en un agua cristalina. La voluntad sería quedarnos aquí hasta que nos sorprenda la puesta de sol, si no fuera porque el reloj nos recuerda que todavía nos esperan unos cuantos quilómetros de carretera y la floresta tropical puede ser traicionera en la oscuridad.
 
   Así que, con el salto a nuestras espaldas, retomamos la senda, ahora cuesta arriba, y nos dirigimos hacia la hacienda colonial que nos espera para pasar la noche.
   El calor sofocante de la estación de las lluvias empieza a remitir, el mapa nos dice que estamos cerca. Ahí, la indicación: El Ranchito, segunda entrada a la izquierda, cuidado con la pendiente.
Es una propiedad de varias hectáreas, amparada por la abundante vegetación local y rodeada por una extensa plantación de café y algodón. La época de la cosecha está cerca y el sol del atardecer, escondido ahora detrás de unas suaves nubes rosadas, lanza sus últimos rayos del día sobre unos frutos a punto de estallar.
 
   Llegado el momento del descanso, en el silencio de un noche iluminada por la claridad de la linda luna llena que alcanza nuestra ventana, las imágenes pasan nítidas por la memoria más reciente: ha sido un día largo, intenso, denso. Una jornada inolvidable.